jueves, 6 de febrero de 2014

PROCESOS A ANIMALES

¿Pero quién es más animal?
Sacado del libro de Pedro Voltes, “Historia de la estupidez humana”.


CAPÍTULO XIII
Los procesos a animales
Se instruyeron procesos solemnes contra animales, aunque cueste creerlo, hasta en tiempos y países cercanos. La mayoría acabaron con penas de muerte, por mucho que los reos hubieran contado con abogado defensor y todas las garantías procesales. Alegrémonos de que los tribunales actuales, tan agobiados, minuciosos y lentos, no tengan que juzgar a pollinos, cerdos, bueyes o perros, además de a ciudadanos corrientes, porque la congestión forense sería ya asfixiante. Y aun así, esta práctica duró hasta una época con pretensiones de ilustrada y tan reciente como los primeros años de nuestro propio siglo.
Era creencia común entre los griegos que una muerte violenta sublevaría a las furias y traería la peste sobre el país, tanto si era cometida por un ser humano como por un animal. La Iglesia medieval sostuvo la misma doctrina, aunque sustituyó a las furias de la mitología clásica por los demonios. En el año 864, el concilio de Worms decretó que unas abejas que habían causado la muerte de un hombre fueran ahogadas en la colmena. Se aducía que la miel que podían producir tendría algo de demoníaca y, por tanto, no podría aprovecharse.
Eduard Osenbrüggen, jurista suizo, en 1868, explicó estas actuaciones judiciales basándose en la teoría de la personificación de los animales. Si sólo el ser humano puede cometer delito, el único modo de castigar a un animal consiste en asimilarlo al hombre. Añádase el hecho de que en tiempos medievales los animales domésticos se consideraban miembros de la casa y disfrutaban de la misma protección que los vasallos. En las capitulares francesas los animales de carga estaban comprendidos en la ley regia que les garantizaba la paz según reza la frase: Ut jumenta pacem habent similiter per bannum regís.
Según la ley galesa antigua, para compensar la muerte de un perro o gato que perteneciera a otro, se colgaba al animal muerto por la cola de manera que su hocico tocara el suelo y se cubría con trigo todo el cuerpo. La ley germánica reconocía la competencia de los animales como testigos en algunos casos, como en los de robo nocturno con allanamiento de morada, si no había testimonio humano. En ese caso el amo de la casa podía aparecer ante la justicia con un gato, perro o gallina en brazos llevando tres pajas del techo como símbolos de la casa.
Thomas Frost, en un ensayo escrito en 1897 sobre juicios contra animales, trata de noventa y dos procesos ocurridos entre 1120 y 1741, la mayoría de los cuales al parecer se refirieron a bueyes y cerdos. Los primeros tenían normalmente como causa el haber embestido a personas y los segundos el haber matado e incluso devorado a niños pequeños. Cuando un animal había causado la muerte de una persona, se le apresaba y encarcelaba. Se señalaba un abogado y un fiscal, se buscaban testigos, se oía el caso en el tribunal y se condenaba al animal por homicidio voluntario. La sentencia era la muerte, a menudo por la horca o por el fuego.
En 1314, un buey, escapado de una granja en el pueblo de Moisy, embistió a un hombre y le causó la muerte, según Carlie, en su Historia del ducado de Valois. El conde Carlos de Valois lo hizo apresar y someter a juicio, para lo cual se recogió toda la información posible con aportación de testigos. El buey fue condenado a ser ahorcado, pero la sentencia fue apelada. Se alegó que los alguaciles habían actuado de modo ilegal, pues no tenían competencia dentro de los límites de Moisy. Los tribunales investigaron la apelación y llegaron a la conclusión de que la condena era justa, pero que el conde de Valois no tenía derecho a actuar en Moisy y que, por tanto, sus funcionarios no habían actuado correctamente.
El reverendo Sabine Baring-Gould nos habla de juicios franceses contra animales, llenos de curiosidades. En uno de ellos, realizado en 1386, un juez de Falaise condenó a una cerda a que le cortasen una pata y la cabeza y luego fuera colgada porque había matado a un niño. Se la ejecutó en la plaza vestida con ropa de hombre, y el autor añade que la ejecución costó seis sueldos y seis dineros y un par de guantes nuevos para el verdugo, para que pudiera salir del trabajo con las manos limpias. Otras noticias de ejecuciones de animales son las de un caballo que mató a un hombre y fue juzgado en Dijon y de un toro condenado a muerte cerca de Beauvais porque había matado a un niño de catorce o quince años en un acceso de furor.
Una crónica de Basilea explica que un gallo fue llevado a juicio acusado de poner un huevo del que salió una serpiente. Conforme a viejas supersticiones, de los huevos de gallos salen reptiles. Como las brujas ofrecían un gallo en sus sabbaths y éstos ponían huevos con serpientes, animales gratos al diablo, el hecho se consideraba como prueba de que los gallos estaban metidos en prácticas de hechicería. Éste de Basilea fue llevado ante los magistrados en agosto de 1474 y condenado a muerte. El verdugo lo quemó públicamente junto con su huevo ante una gran multitud de campesinos y ciudadanos.
Un hecho semejante sucedió en Irlanda, donde otro gallo fue acusado del mismo delito en 1383 y quemado en la hoguera. En 1457, en Lavegny, una cerda y sus seis lechones fueron acusados de haber matado a un niño y habérselo comido en parte. La cerda fue condenada a muerte, pero los pequeños fueron perdonados alegando su corta edad, el mal ejemplo de su madre y la suposición de que no habían participado en el festín.
Una sentencia pomposa de 1494, dada por el alcalde de Laon, que condenaba a muerte a un cerdo por haber mutilado y matado a un niño en la cuna, acababa con las palabras siguientes: «Nosotros, por aborrecimiento y horror a este crimen, y con objeto de dar ejemplo y satisfacer a la justicia, hemos declarado, juzgado, sentenciado, pronunciado y señalado que el susodicho cerdo, después de haber sido preso y encerrado, sea colgado de una horca por el verdugo, cerca y al lado del patíbulo.».
Tres años más tarde fue condenada una cerda a ser muerta a palos por haber mutilado la cara de un niño en el pueblo de Charonne. La sentencia definía también que la carne de la cerda fuera dada a los perros del pueblo y que el propietario de la misma y su esposa deberían acudir en peregrinación a la iglesia de Nuestra Señora de Pontoise y, a la vuelta, traer un certificado de que así lo habían cumplido.
Bartolomé de Chasseneux, conocido abogado francés de finales del siglo XVI, habla de la costumbre de los habitantes de Beaune de pedir a las autoridades eclesiásticas de Autun la excomunión de ciertos insectos llamados «hure-burs», de tamaño ligeramente mayor que las moscas. Este favor les era concedido siempre, pero Chasseneux se preguntaba si era correcto proceder así y explicaba a los habitantes que dicho insecto también existía en otros países. En la India medía unos tres pies de largo y tenía unos dientes en las patas que los nativos empleaban como sierras. Al parecer el remedio más efectivo era que una mujer vagara por el lugar descalza y con el vestido más desenvuelto posible, aunque reconoce que el método podía tener objetores en nombre de la moralidad pública.
Chasseneux pasa a debatir si es legal el citar insectos ante un tribunal y si en caso de no asistir se les puede procesar, y acaba con la afirmación de que es absolutamente correcto hacerlo. Da doce argumentos para justificar que los animales puedan ser excomulgados y razona que un sacerdote excomulgó un huerto en que los niños comían manzanas en la hora en que deberían estar en la iglesia. El resultado fue plenamente satisfactorio, pues el huerto dejó de dar fruto. Otra historia parecida le ocurrió a san Bernardo, el cual, molesto por el rumor de las moscas mientras predicaba en la iglesia de Foligny, se interrumpió y gritó: «¡Oh moscas, os denuncio!» Y según se cuenta, al momento cayeron todas fulminadas al suelo. Muy conocida es también la actuación de san Patricio, que logró sacar a las serpientes de Irlanda por obra de su mandato.
Un famoso caso referido por Chasseneux fue aquel en que llevó la defensa de unas ratas a petición de la diócesis de Autun. Estas se habían comido gran parte de las cosechas de Borgoña. Las ratas no aparecieron tras la citación y el abogado en su apertura alegó que no habían recibido noticia formal. Antes de proceder, según alegó Chasseneux, debería convocarse a todas las ratas de la diócesis, pues el tema les afectaba a todas. Su petición fue admitida y logró que las parroquias afectadas pusieran un anuncio de aplazamiento y convocaran a los defensores a aparecer en otra fecha. Llegó el día y las ratas tampoco se presentaron, cosa que el abogado disculpó diciendo que, dado que habían sido convocadas todas, viejas y jóvenes, los preparativos eran demasiado laboriosos para haberse podido terminar para entonces, y pedía un nuevo aplazamiento. En la nueva fecha ocurrió lo mismo: no se presentó ni una y el abogado alegó que no consideraba correcta la convocatoria porque las ratas tenían derecho a estar protegidas en su camino hacia el tribunal y en su vuelta a casa, de los gatos malintencionados de los demandantes y que en el momento en que se les asegurase protección acudirían de buena gana. Todo dependía de que los querellantes garantizaran que los gatos no molestarían a sus clientes, responsabilizándose de ello hasta el punto de pagar grandes cantidades si no se cumplía lo pactado. Los ciudadanos se negaron y el pleito fue aplazado sine die y, consiguientemente, ganado por Chasseneux.
Martín Azpilicueta, ilustre teólogo español del siglo XVI, nos habla de un caso en el cual se lanzó anatema contra unos animales de mar llamados terones que llenaban las aguas de Sorrento y destruían las redes de los pescadores. Se refiere a ellos como «cacodemoníos» y sostiene que están sujetos a anatema como demonios, no como peces.
El código penal del emperador Carlos V, o Carolino fue promulgado en la dieta de Ratisbona en 1532. En él se castigaba el bestialismo con la muerte por el fuego «de acuerdo con la costumbre habitual». Pero se estipulaba que sí la pena de la persona se reducía, también debía reducirse la del animal. Este principio esta reafirmado por Benedict Carpzov, en su Practica Nova Rerum Criminalium (Wittemberg, 1635), en la que afirma que «si por cualquier causa el sodomita es castigado sólo con la espada, el animal participante en este delito no será quemado, sino que será muerto a golpes y enterrado por el matarife o el maestre de campo». El sodomita estaría obligado también a compensar al propietario del animal por su pérdida y si no dejaba ningún patrimonio, debería pagar el erario público.
El bestialismo estaba asimilado a la sodomía como offensa cujus nominatio crimen est y se le castigaba normalmente con la muerte de ambos actuantes, en la mayoría de los casos quemándolos juntos. Así lo dice el jurista Guillielmus Benedictinus, que vivió a finales del siglo XIV. En 1546 fueron colgados y quemados un hombre y una vaca por orden del Parlamento de París. En 1466 el mismo tribunal, el más importante de Francia, condenó a un hombre y a una cerda a ser quemados en Corbeil. En 1609 un hombre y una yegua fueron ejecutados y enterrados juntos. Otro caso similar fue el de Guillaume Guyart, el cual fue condenado en rebeldía a ser colgado y estrangulado por demanda del deán, canónigos y capítulo de la catedral de Chartres, como castigo por su sodomía con una cerda. Esta fue condenada a ser golpeada en la cabeza y los dos a ser quemados y reducidos a cenizas. Se añadía que si no se podía detener al tal Guyart, se ejecutaría la sentencia con su efigie en la horca y también se decretó que fueran confiscadas todas las propiedades del fugitivo y que se adjudicara la cantidad de ciento cincuenta libras a los demandantes, de las cuales tenían que extraerse los gastos del juicio.
El bestialismo parece haber sido delito extendido, y en la literatura de nuestro Siglo de Oro es mencionado en abundantes pasajes. Ayrault, en su Ordre Judiciaire, publicado en 1606, afirma que ha visto matar muchas veces a animales por esta causa, y Cotton Mather, en su Magnalia Christi Americana (Londres, 1702) habla de un tal Potter, de sesenta años, que fue ejecutado por bestialismo repetido. Se da el detalle curioso de que había sido miembro de la Iglesia protestante durante veinte años y era conocido por su piedad.
Pasando a tiempos más modernos podemos leer que en el año 1793, en la Francia revolucionaria y liberada de supersticiones, un perro fue ejecutado «por sus opiniones políticas». Pertenecía a un inválido llamado Saint-Prix, conocido por sus relaciones con emigrados, el cual le había enseñado a ladrar a cualquier desconocido y éste resultó ser a menudo un hombre del nuevo régimen. El inválido fue detenido y ejecutado el día 27 de brumario; su perro lo fue también en virtud del mismo juicio.
Es curioso el episodio ocurrido en el Madrid de principios del siglo XIX. Un perro se paseaba por la Villa con el siguiente rótulo: «Soy de Godoy. ¡No temo nada.!», denostando así la chula prepotencia del valido. A falta de castigar al autor de esta muestra de «publicidad móvil», fue el perro quien pagó por él, y el petulante Príncipe de la Paz ordenó su ingreso en prisiones militares.
Más cerca de nosotros, un magistrado de Los Ángeles que presidía un juicio contra un caballo que había mordido la mano de un extranjero, falló en contra del demandante aludiendo a una ordenanza de la ciudad que decía que un caballo tiene derecho a morder.

En suma, en Délémont, Suiza, en el año 1906, según reseñó L’Echo de París del día 4 de mayo, un individuo llamado Scherrer y su hijo robaron y mataron, con la cooperación de su perro, a un señor de nombre Marger, Los dos acusados fueron condenados a cadena perpetua y el perro, estimado cómplice necesario, lo fue a muerte.

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