Para festejar hazañas y victorias; para
ahogar desastres y penas colectivas; desde la Antigüedad hasta hoy, las grandes
curdas sociales a base de vino y cerveza son uno de los capítulos menos
conocidos de la Historia.
“Yo busco en ti las fiestas del fervor
compartido”. Lo escribía Jorge Luis Borges y a quien dirigía sus palabras era
al vino, el caldo que ha acompañado al hombre desde que la arqueología
tiene conocimiento. “Siglos de siglos hace que vas de mano en mano”, añade el
poeta argentino.
La búsqueda de ese fervor compartido del
que habla el escritor es sin duda la excusa recurrente por la que el hombre se
ha entregado durante centurias al alcohol. Presentes siempre en toda
celebración, la historia de las grandes borracheras es sin duda la historia
del vino y de la cerveza. Con la salvedad de los países normandos
y germánicos, el caldo de las viñas ha sido el preferido por los monarcas y las
clases adineradas, mientras que la cerveza se erigió en bebida habitual del
pueblo llano. Los dos alcoholes riegan todo festejo desde Egipto, Grecia y Roma
hasta la actualidad, donde ya se hacen hueco entre un variadísimo grupo de aqua
vitae, los destilados que hicieron su aparición a partir del siglo XII.
Parece que los primeros en darse con desafuero a la juerga alcohólica fueron
los habitantes del Neolítico. Se han encontrado algunos restos, datados
en aquella época, de una bebida que podría ser hidromiel, una especie de
solución de miel destilada y fermentada con alcohol.
Sin embargo, cuando las bebidas pasan
realmente a formar parte de la vida social es en el Egipto faraónico,
donde se lanzaron con desenfreno al bebercio. Sabemos que los pobladores del Nilo
llegaron a tener en su menú hasta 17 variedades de cerveza y, al
menos, unas 24 de vino, pero la que mayor éxito tenía entre el pueblo
era la bebida del lúpulo, diez veces más barata que el vino.
Está claro que aquellos egipcios no eran
tan comedidos como a menudo nos los han vendido y los faraones y gente
acaudalada se embriagaban a placer durante las grandes ocasiones. En más de 80
tumbas del Valle de los Reyes se representan escenas de estos banquetes,
algunos bastante excesivos como el cincelado en los aposentos funerarios de
Paharí, en el que una mujer, Nubmehy, le espeta a uno de los criados: “Dadme 18
copas de vino […] ¿No veis que quiero emborracharme? […] Mis entrañas están tan
secas como la paja”.
Los egipcios elevaron a los altares a Osiris,
una deidad que, en los últimos años del Imperio del Nilo, se reconvirtió en Dionisos
el magno dios heleno del vino. En Grecia, el alcohol tenía buena prensa y
los excesos con la copa se veían como algo natural; hasta el propio Sócrates
era fan de este caldo “porque hidrata y suaviza el alma, adormece las
preocupaciones y revive nuestras alegrías”. Por eso, las grandes juergas
religiosas que las mujeres griegas dedicaban a Dionisos estaban muy bien vistas
por sus contemporáneos. Tras los banquetes, celebraban el simposio -que se traduce como “reunión de
bebedores”-, que se inauguraba con la libación, una especie de brindis
en honor a los dioses en el que se lanzaban al aire unas gotas de vino.
Tampoco se quedaron cortos en borracheras
colectivas los romanos, que se dieron con ganas a un vino muy diferente
al que conocemos hoy en día. Los griegos ya consideraban que tomar el caldo de
las viñas sin rebajarlo era de bárbaros y el patrón de la casa indicaba en cada
caso con cuántas partes de agua había que reducirlo. Los romanos fueron más
tendentes a mezclarlo con todo tipo de ingredientes. Así, para el gustatio
(aperitivo) tomaban muslum, un vino mezclado con grandes
cantidades de miel. No era, ni mucho menos, la más densa de las recetas ya que
a menudo se añadía sin recato resina, pimienta molida, azafrán o dátiles. A
medida que el Imperio se acercaba a su ocaso, estas mezcolanzas se hicieron
todavía más densas y bizarras, mientras los romanos se daban cada vez con mayor
desafuero al alcoholismo. Célebres son las borracheras de los emperadores que
gobernaron entre el año 37 y el 69 -Calígula o Nerón- quienes, por ejemplo,
tenían por costumbre beber grandes cantidades de alcohol antes de las comidas
para así vomitar y dejar el estómago vacío y preparado para ingerir a destajo.
Durante su expansión por el norte de
Europa, los romanos se familiarizaron con la cerveza, que aunque ya había
vivido su momento de protagonismo entre los egipcios, era realmente la bebida
“oficial” entre galos, bretones y germanos. Fue en la Edad Media cuando el
pueblo europeo se emborrachó con el lúpulo, mientras el vino quedaba un tanto
relegado a las mesas más ricas. En aquel Medievo europeo, la cerveza era una
bebida doméstica que se elaboraba en los hogares de los campesinos, mientras el
vino tomaba un cariz monacal, debido a que los propietarios de la mayoría de
los viñedos del centro de Europa eran los monasterios de Cluny y el
Císter.
Lo cierto es que la relación del cristianismo
con el alcohol ha sido un tanto paradójica a lo largo de la Historia. En la
mayor parte de los capítulos de la Biblia se aboga por la moderación en el
beber, pero algunos de los personajes más célebres del libro sagrado se dan a
la borrachera sin vergüenza… e incluso sin ropa. Noé, para celebrar el éxito de
su misión en el arca “comenzó […] a labrar la tierra y plantó una viña, y bebió
del vino, y se embriagó, y estaba descubierto en medio de su tienda” (Génesis
9, 20-21). En todo caso, la sociedad cristiana siempre consideró el vino una
bebida superior a la cerveza y durante el siglo X, los viñedos monacales
sirvieron las mesas de aristócratas y monarcas, permitiendo además la expansión
económica y territorial de los monasterios. Mientras, el pueblo llano se
conformaba con la cerveza como bebida de cabecera que, además, durante la mayor
parte del Medievo sustituyó incluso al agua.
Eran siglos en los que se especulaba con
que ríos y pozos eran transmisores de todo tipo de enfermedades, una excusa
perfecta para apagar la sed a golpe de cerveza. Tenía una graduación más baja
que la que conocemos en la actualidad, pero la bebían a todas horas y en
grandes cantidades. Lo normal era desayunar medio litro de cerveza mojando
en ella pan seco, para luego tomar unos 2 ó 3 litros más a lo largo de la
jornada. Por ejemplo, Eduardo I de Inglaterra estableció en el siglo XIII que
sus soldados tenían derecho a recibir cada día, al menos, unos 4 litros de
cerveza. A pesar de esta moda cervecera europea, España siguió siendo tierra de
viñas hasta que desembarcó en ella Carlos V, el gran introductor de la cerveza
en la Península. El emperador, ejerciendo de flamenco y borgoñón, no estaba
dispuesto a que su nuevo trabajo como monarca español le alejara de su bebida
favorita, por lo que trajo consigo a célebres maestros cerveceros. Entre ellos
se encontraba Enrique van der Trehen, encargado de poner en marcha una fábrica
de cerveza en el Monasterio del Yuste. Célebre es el apetito voraz del que
siempre hacía gala Carlos V y la sed permanente que trataba de calmar con
litros de cerveza: “Durante una comida, el Emperador sumergió cinco veces la
cabeza en el vaso, y en cada ocasión bebió por lo menos un cuarto de galón
(unos 4 litros)”, relata el historiador inglés Rogerio Asharn.
Los españoles no parecían acostumbrarse
al sabor amargo de la cerveza y seguían consumiendo vino, que iba ganando en
calidad, y también en cantidad. A partir del siglo XVI, el protestantismo se
había instalado en Europa, marcando una mayor moderación en las costumbres y
reduciendo un tanto las euforias báquicas. Sin embargo, esta mesura no hizo
mucha mella en España, ya que fueron años en los que nuestro país lideraba los
excesos alcohólicos en Europa. Y no es que las opciones alcohólicas fueran
reducidas, ya que a partir del siglo XV habían empezado a aparecer los llamados
spirits: ginebra, ron, whisky, brandy… Todas estas “aguas de vida”
fueron cobrando importancia y se convirtieron en otra nueva herramienta para
las borracheras. En la Inglaterra del siglo XVIII, por ejemplo, el bajo precio
de la ginebra la elevó a bebida de cabecera de las mujeres, que la compraban en
las farmacias como bebida medicinal y la mezclaban con agua caliente para
“relajarse”. La calidad era tan baja y las cantidades tan exageradas que el
gobierno tuvo que intervenir y declarar en 1722 la Epidemia de Ginebra.
Imponiendo altísimos impuestos a la destilación de la bebida lograron aumentar
la calidad y ralentizar la borrachera colectiva que, sin embargo, todavía duró
hasta mediados de siglo.
Otros gobiernos tuvieron también que
intervenir para atajar grandes curdas sociales, en su mayoría de whisky.
En 1520, las autoridades de Edimburgo, asustadas por la desorbitada ingesta del
llamado uisge beatha (whisky) restringieron su venta a barberos y
cirujanos, ya que parece ser que ambas profesiones necesitaban el alcohol como
herramienta de trabajo. Sin embargo, lo único que consiguió aquella prohibición
gubernamental fue incentivar la destilación casera y aumentar el consumo del
whisky de peor calidad. Fue exactamente el mismo patrón que se repitió unos
cuantos siglos más tarde en Estados Unidos, cuando el gobierno norteamericano
ratificó en 1920 la célebre Ley Seca, que prohibía la producción, venta y
consumo de cualquier tipo de alcohol. Aquella decisión no frenó ni mucho menos
el afán por la borrachera sino que solamente la trasladó a los speakeasies, los
bares clandestinos que se multiplicaron por todas las ciudades. En 1925 se
contabilizaban más de 100.000 bares secretos en todo EE.UU., y más de 10.000 de
ellos sólo en Nueva York. Quedó demostrado que la prohibición había sido un
desastre y se levantó en 1933. Lo dijo el poeta escocés Robert Burns:
“¡Libertad y whisky van de la mano!”. Y con ahínco lo ha demostrado el hombre
en la Historia: sociedad y alcohol pocas veces se sueltan la mano.
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