¿Pero
quién es más animal?
Sacado del libro de Pedro Voltes, “Historia
de la estupidez humana”.
CAPÍTULO
XIII
Los procesos a animales
Se
instruyeron procesos solemnes contra animales, aunque cueste creerlo, hasta en
tiempos y países cercanos. La mayoría acabaron con penas de muerte, por mucho
que los reos hubieran contado con abogado defensor y todas las garantías
procesales. Alegrémonos de que los tribunales actuales, tan agobiados,
minuciosos y lentos, no tengan que juzgar a pollinos, cerdos, bueyes o perros,
además de a ciudadanos corrientes, porque la congestión forense sería ya
asfixiante. Y aun así, esta práctica duró hasta una época con pretensiones de
ilustrada y tan reciente como los primeros años de nuestro propio siglo.
Era
creencia común entre los griegos que una muerte violenta sublevaría a las
furias y traería la peste sobre el país, tanto si era cometida por un ser
humano como por un animal. La Iglesia medieval sostuvo la misma doctrina,
aunque sustituyó a las furias de la mitología clásica por los demonios. En el
año 864, el concilio de Worms decretó que unas abejas que habían causado la
muerte de un hombre fueran ahogadas en la colmena. Se aducía que la miel que
podían producir tendría algo de demoníaca y, por tanto, no podría aprovecharse.
Eduard
Osenbrüggen, jurista suizo, en 1868, explicó estas actuaciones judiciales
basándose en la teoría de la personificación de los animales. Si sólo el ser
humano puede cometer delito, el único modo de castigar a un animal consiste en
asimilarlo al hombre. Añádase el hecho de que en tiempos medievales los
animales domésticos se consideraban miembros de la casa y disfrutaban de la
misma protección que los vasallos. En las capitulares francesas los animales de
carga estaban comprendidos en la ley regia que les garantizaba la paz según
reza la frase: Ut jumenta pacem habent similiter per bannum regís.
Según
la ley galesa antigua, para compensar la muerte de un perro o gato que
perteneciera a otro, se colgaba al animal muerto por la cola de manera que su
hocico tocara el suelo y se cubría con trigo todo el cuerpo. La ley germánica
reconocía la competencia de los animales como testigos en algunos casos, como
en los de robo nocturno con allanamiento de morada, si no había testimonio
humano. En ese caso el amo de la casa podía aparecer ante la justicia con un
gato, perro o gallina en brazos llevando tres pajas del techo como símbolos de
la casa.
Thomas
Frost, en un ensayo escrito en 1897 sobre juicios contra animales, trata de
noventa y dos procesos ocurridos entre 1120 y 1741, la mayoría de los cuales al
parecer se refirieron a bueyes y cerdos. Los primeros tenían normalmente como
causa el haber embestido a personas y los segundos el haber matado e incluso
devorado a niños pequeños. Cuando un animal había causado la muerte de una persona,
se le apresaba y encarcelaba. Se señalaba un abogado y un fiscal, se buscaban testigos,
se oía el caso en el tribunal y se condenaba al animal por homicidio
voluntario. La sentencia era la muerte, a menudo por la horca o por el fuego.
En
1314, un buey, escapado de una granja en el pueblo de Moisy, embistió a un
hombre y le causó la muerte, según Carlie, en su Historia del ducado de Valois.
El conde Carlos de Valois lo hizo apresar y someter a juicio, para lo cual se
recogió toda la información posible con aportación de testigos. El buey fue
condenado a ser ahorcado, pero la sentencia fue apelada. Se alegó que los
alguaciles habían actuado de modo ilegal, pues no tenían competencia dentro de
los límites de Moisy. Los tribunales investigaron la apelación y llegaron a la
conclusión de que la condena era justa, pero que el conde de Valois no tenía
derecho a actuar en Moisy y que, por tanto, sus funcionarios no habían actuado
correctamente.
El
reverendo Sabine Baring-Gould nos habla de juicios franceses contra animales,
llenos de curiosidades. En uno de ellos, realizado en 1386, un juez de Falaise
condenó a una cerda a que le cortasen una pata y la cabeza y luego fuera
colgada porque había matado a un niño. Se la ejecutó en la plaza vestida con
ropa de hombre, y el autor añade que la ejecución costó seis sueldos y seis
dineros y un par de guantes nuevos para el verdugo, para que pudiera salir del
trabajo con las manos limpias. Otras noticias de ejecuciones de animales son
las de un caballo que mató a un hombre y fue juzgado en Dijon y de un toro
condenado a muerte cerca de Beauvais porque había matado a un niño de catorce o
quince años en un acceso de furor.
Una
crónica de Basilea explica que un gallo fue llevado a juicio acusado de poner
un huevo del que salió una serpiente. Conforme a viejas supersticiones, de los
huevos de gallos salen reptiles. Como las brujas ofrecían un gallo en sus
sabbaths y éstos ponían huevos con serpientes, animales gratos al diablo, el
hecho se consideraba como prueba de que los gallos estaban metidos en prácticas
de hechicería. Éste de Basilea fue llevado ante los magistrados en agosto de
1474 y condenado a muerte. El verdugo lo quemó públicamente junto con su huevo
ante una gran multitud de campesinos y ciudadanos.
Un
hecho semejante sucedió en Irlanda, donde otro gallo fue acusado del mismo
delito en 1383 y quemado en la hoguera. En 1457, en Lavegny, una cerda y sus
seis lechones fueron acusados de haber matado a un niño y habérselo comido en
parte. La cerda fue condenada a muerte, pero los pequeños fueron perdonados
alegando su corta edad, el mal ejemplo de su madre y la suposición de que no habían
participado en el festín.
Una
sentencia pomposa de 1494, dada por el alcalde de Laon, que condenaba a muerte
a un cerdo por haber mutilado y matado a un niño en la cuna, acababa con las
palabras siguientes: «Nosotros, por aborrecimiento y horror a este crimen, y
con objeto de dar ejemplo y satisfacer a la justicia, hemos declarado, juzgado,
sentenciado, pronunciado y señalado que el susodicho cerdo, después de haber
sido preso y encerrado, sea colgado de una horca por el verdugo, cerca y al
lado del patíbulo.».
Tres
años más tarde fue condenada una cerda a ser muerta a palos por haber mutilado
la cara de un niño en el pueblo de Charonne. La sentencia definía también que
la carne de la cerda fuera dada a los perros del pueblo y que el propietario de
la misma y su esposa deberían acudir en peregrinación a la iglesia de Nuestra
Señora de Pontoise y, a la vuelta, traer un certificado de que así lo habían
cumplido.
Bartolomé
de Chasseneux, conocido abogado francés de finales del siglo XVI, habla de la
costumbre de los habitantes de Beaune de pedir a las autoridades eclesiásticas
de Autun la excomunión de ciertos insectos llamados «hure-burs», de tamaño
ligeramente mayor que las moscas. Este favor les era concedido siempre, pero Chasseneux
se preguntaba si era correcto proceder así y explicaba a los habitantes que
dicho insecto también existía en otros países. En la India medía unos tres pies
de largo y tenía unos dientes en las patas que los nativos empleaban como
sierras. Al parecer el remedio más efectivo era que una mujer vagara por el
lugar descalza y con el vestido más desenvuelto posible, aunque reconoce que el
método podía tener objetores en nombre de la moralidad pública.
Chasseneux
pasa a debatir si es legal el citar insectos ante un tribunal y si en caso de
no asistir se les puede procesar, y acaba con la afirmación de que es
absolutamente correcto hacerlo. Da doce argumentos para justificar que los
animales puedan ser excomulgados y razona que un sacerdote excomulgó un huerto
en que los niños comían manzanas en la hora en que deberían estar en la
iglesia. El resultado fue plenamente satisfactorio, pues el huerto dejó de dar
fruto. Otra historia parecida le ocurrió a san Bernardo, el cual, molesto por
el rumor de las moscas mientras predicaba en la iglesia de Foligny, se
interrumpió y gritó: «¡Oh moscas, os denuncio!» Y según se cuenta, al momento
cayeron todas fulminadas al suelo. Muy conocida es también la actuación de san
Patricio, que logró sacar a las serpientes de Irlanda por obra de su mandato.
Un
famoso caso referido por Chasseneux fue aquel en que llevó la defensa de unas
ratas a petición de la diócesis de Autun. Estas se habían comido gran parte de
las cosechas de Borgoña. Las ratas no aparecieron tras la citación y el abogado
en su apertura alegó que no habían recibido noticia formal. Antes de proceder,
según alegó Chasseneux, debería convocarse a todas las ratas de la diócesis,
pues el tema les afectaba a todas. Su petición fue admitida y logró que las parroquias
afectadas pusieran un anuncio de aplazamiento y convocaran a los defensores a
aparecer en otra fecha. Llegó el día y las ratas tampoco se presentaron, cosa
que el abogado disculpó diciendo que, dado que habían sido convocadas todas,
viejas y jóvenes, los preparativos eran demasiado laboriosos para haberse
podido terminar para entonces, y pedía un nuevo aplazamiento. En la nueva fecha
ocurrió lo mismo: no se presentó ni una y el abogado alegó que no consideraba
correcta la convocatoria porque las ratas tenían derecho a estar protegidas en
su camino hacia el tribunal y en su vuelta a casa, de los gatos
malintencionados de los demandantes y que en el momento en que se les asegurase
protección acudirían de buena gana. Todo dependía de que los querellantes
garantizaran que los gatos no molestarían a sus clientes, responsabilizándose
de ello hasta el punto de pagar grandes cantidades si no se cumplía lo pactado.
Los ciudadanos se negaron y el pleito fue aplazado sine die y,
consiguientemente, ganado por Chasseneux.
Martín
Azpilicueta, ilustre teólogo español del siglo XVI, nos habla de un caso en el
cual se lanzó anatema contra unos animales de mar llamados terones que llenaban
las aguas de Sorrento y destruían las redes de los pescadores. Se refiere a
ellos como «cacodemoníos» y sostiene que están sujetos a anatema como demonios,
no como peces.
El
código penal del emperador Carlos V, o Carolino fue promulgado en la dieta de
Ratisbona en 1532. En él se castigaba el bestialismo con la muerte por el fuego
«de acuerdo con la costumbre habitual». Pero se estipulaba que sí la pena de la
persona se reducía, también debía reducirse la del animal. Este principio esta
reafirmado por Benedict Carpzov, en su Practica Nova Rerum Criminalium
(Wittemberg, 1635), en la que afirma que «si por cualquier causa el sodomita es
castigado sólo con la espada, el animal participante en este delito no será
quemado, sino que será muerto a golpes y enterrado por el matarife o el maestre
de campo». El sodomita estaría obligado también a compensar al propietario del
animal por su pérdida y si no dejaba ningún patrimonio, debería pagar el erario
público.
El
bestialismo estaba asimilado a la sodomía como offensa cujus nominatio
crimen est y se le castigaba normalmente con la muerte de ambos actuantes,
en la mayoría de los casos quemándolos juntos. Así lo dice el jurista
Guillielmus Benedictinus, que vivió a finales del siglo XIV. En 1546 fueron colgados
y quemados un hombre y una vaca por orden del Parlamento de París. En 1466 el
mismo tribunal, el más importante de Francia, condenó a un hombre y a una cerda
a ser quemados en Corbeil. En 1609 un hombre y una yegua fueron ejecutados y
enterrados juntos. Otro caso similar fue el de Guillaume Guyart, el cual fue
condenado en rebeldía a ser colgado y estrangulado por demanda del deán,
canónigos y capítulo de la catedral de Chartres, como castigo por su sodomía
con una cerda. Esta fue condenada a ser golpeada en la cabeza y los dos a ser
quemados y reducidos a cenizas. Se añadía que si no se podía detener al tal
Guyart, se ejecutaría la sentencia con su efigie en la horca y también se
decretó que fueran confiscadas todas las propiedades del fugitivo y que se
adjudicara la cantidad de ciento cincuenta libras a los demandantes, de las
cuales tenían que extraerse los gastos del juicio.
El
bestialismo parece haber sido delito extendido, y en la literatura de nuestro
Siglo de Oro es mencionado en abundantes pasajes. Ayrault, en su Ordre
Judiciaire, publicado en 1606, afirma que ha visto matar muchas veces a animales
por esta causa, y Cotton Mather, en su Magnalia Christi Americana (Londres,
1702) habla de un tal Potter, de sesenta años, que fue ejecutado por
bestialismo repetido. Se da el detalle curioso de que había sido miembro de la
Iglesia protestante durante veinte años y era conocido por su piedad.
Pasando
a tiempos más modernos podemos leer que en el año 1793, en la Francia
revolucionaria y liberada de supersticiones, un perro fue ejecutado «por sus
opiniones políticas». Pertenecía a un inválido llamado Saint-Prix, conocido por
sus relaciones con emigrados, el cual le había enseñado a ladrar a cualquier
desconocido y éste resultó ser a menudo un hombre del nuevo régimen. El
inválido fue detenido y ejecutado el día 27 de brumario; su perro lo fue
también en virtud del mismo juicio.
Es
curioso el episodio ocurrido en el Madrid de principios del siglo XIX. Un perro
se paseaba por la Villa con el siguiente rótulo: «Soy de Godoy. ¡No temo
nada.!», denostando así la chula prepotencia del valido. A falta de castigar al
autor de esta muestra de «publicidad móvil», fue el perro quien pagó por él, y
el petulante Príncipe de la Paz ordenó su ingreso en prisiones militares.
Más
cerca de nosotros, un magistrado de Los Ángeles que presidía un juicio contra un
caballo que había mordido la mano de un extranjero, falló en contra del
demandante aludiendo a una ordenanza de la ciudad que decía que un caballo
tiene derecho a morder.
En
suma, en Délémont, Suiza, en el año 1906, según reseñó L’Echo de París del día
4 de mayo, un individuo llamado Scherrer y su hijo robaron y mataron, con la
cooperación de su perro, a un señor de nombre Marger, Los dos acusados fueron
condenados a cadena perpetua y el perro, estimado cómplice necesario, lo fue a
muerte.
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