La Asamblea Nacional de la Revolución Francesa, con el
entusiasmo por lo que creían que constituía el inicio de una nueva era, trató
de romper las ataduras con el orden antiguo. Una de las principales decisiones
consistió en unificar las medidas de longitud y, dependiendo de éstas, las de
superficie, volumen y masa. La comisión encargada de definir el nuevo sistema
de unidades, de base decimal, estaba formada por científicos de la talla del
químico Lavoisier, y de los astrónomos y matemáticos Lagrange y Laplace. La
vocación de universalidad del nuevo sistema les llevó a adoptar como a
referente algo que pudiera ser considerado como propio por toda la humanidad,
las dimensiones de la Tierra. Para efectuar las medidas más precisas de nuestro
planeta se comisionó a dos científicos, Delambre y Méchain, para que calcularan
con exactitud la distancia entre París y Barcelona y, a partir de dicho
cálculo, la longitud del meridiano terrestre. Gracias a la tarea realizada por
ambos grupos, unos años más tarde se definió la unidad fundamental de longitud,
el metro, como la diez millonésima parte de la distancia entre un polo y el
Ecuador.
Mientras tanto, las conspiraciones del rey Luis XVI para acabar
con la Asamblea habían propiciado un golpe de estado que llevó a la deposición
del rey, la convocatoria de elecciones y la proclamación de una nueva Asamblea
de carácter constituyente llamada Convención. La Convención derogó la
constitución de 1791, abolió legalmente la monarquía y fundó la I República
francesa.
Así como la Asamblea había adoptado el sistema métrico
decimal y comisionado a unos científicos para definir las unidades de medida
del espacio, la nueva Convención propuso la creación de un nuevo calendario
adaptado al sistema métrico decimal. Con ese objetivo se creó una comisión,
integrada por astrónomos y matemáticos -Laplace entre ellos- y presidida por el
diputado Gilbert Romme, profesor de matemáticas. La comisión decidió volver a
numerar los años, de tal manera que la nueva Era empezaría en el momento en que
se instauró la I República francesa, el 22 de septiembre de 1792, que sería
llamado Año I (¡otra vez el error de Dionisio el exiguo!), y el inicio de cada
año correspondería al equinoccio de otoño. También se decidió sustituir el
sistema cristiano de agrupar los días en semanas y meses cambiantes por otro
que se ajustara al sistema decimal, así como cambiar los nombres tradicionales
de meses y días.
Como el año tiene 365 días, al tratar de hacer divisiones
coherentes con el sistema decimal, se llegaba a un callejón sin salida: o bien
se optaba por 10 meses de 36 días o bien por 12 meses de 30 días, es decir, que
si una de las divisiones se ajustaba al sistema decimal (10 meses o 30 días),
la pareja correspondiente no lo hacía (36 días o 12 meses). Aun así, cualquiera
que fuera la decisión, siempre sobrarían 5 días (y 6 los años bisiestos). La
solución finalmente adoptada fue que el año constaría de 12 meses, todos de 30
días y agrupados en 3 décadas, con cinco (o seis) días especiales al final del
año.
Del mismo modo que la medida del espacio venía legitimada
por tener a la Tierra como referente, los nombres de los meses habrían de
basarse en otro aspecto que consideraban común, los fenómenos climáticos, que
ellos llamaban “la Naturaleza”. Así pues, la comisión presidida por Romme basó
su propuesta en dos pilares: la Naturaleza como legitimidad y el sistema
métrico decimal como efectividad. Y, de manera similar a como el emperador
Carlomagno había intentado mil años atrás, los meses ya no llevarían los
nombres de dioses y emperadores romanos, sino que registrarían el paso natural
de las estaciones... en la región parisina.
Los nombres de los
meses.
Para asignar los nuevos nombres a los meses se escogió al
poeta Fabre d’Eglantine, autor del celebrado poema “Il pleut, il pleut
bergère”.
Los criterios que adoptó fueron los siguientes:
Los tres meses de cada estación tendría la misma
terminación:
- El otoño acabaría
en -ario, de sonido grave y medida mediana.
- El invierno en
-oso, de sonido pesado y medida larga.
- La primavera en
-al, alegre y breve.
- El verano en -oro,
sonoro y de medida larga.
El resultado fue un calendario en que los meses tenían los
siguientes nombres:
1
|
Vendimiario
|
22 de septiembre
|
la vendimia
|
2
|
Brumario
|
22 de octubre
|
las nieblas
|
3
|
Frimario
|
21 de noviembre
|
las heladas
|
4
|
Nivoso
|
21 de diciembre
|
las nieves
|
5
|
Pluvioso
|
20 de enero
|
las lluvias (del latín pluviosus)
|
6
|
Ventoso
|
19 de febrero
|
los vientos
|
7
|
Germinal
|
21 de marzo
|
La germinación (del
latín germinare)
|
8
|
Floreal
|
20 de abril
|
la floración (del latín
floreus, en flor)
|
9
|
Pradial
|
20 de mayo
|
los prados
|
10
|
Mesidor
|
19 de junio
|
la siega de las mieses
|
11
|
Termidor
|
19 de julio
|
el calor (del griego therme,
calor)
|
12
|
Fructidor
|
18 de agosto
|
los frutos
|
Finalmente, al 5 de octubre de 1793 le siguió el 14 de
Vendimiario del año II.
Calendario repúblicano |
Los nombres de los
días.
Una vez sustituida la semana por la décade se quiso dar a
cada uno de los días el nombre de los grandes prohombres de la libertad; sin
embargo, la proposición fue rechazada por dos motivos: sería difícil llegar a
un consenso, y en caso de hacerlo se corría el peligro de transformarlos en
semidioses. Al final, a cada día de la semana se le atribuyó un nombre numérico
latín, en lugar de los tradicionales dedicados a los planetas, el Sol y la
Luna.
A los cinco días que quedaban fuera de los meses se les
asignaron los siguientes nombres, de carácter edificante: les vertus, le génie,
le travail, la opinion y les récompenses; si el año era bisiesto, el nuevo día
era llamado Sans-culottide y, como los anteriores, se dedicaba al descanso y a
los deportes.
Pero, fueran los que fueran los nombres de los días, el
hecho es que sólo había una jornada de descanso cada diez días, es decir, una
menos por mes, lo que no deja de ser sorprendente, ya que un gobierno
pretendidamente revolucionario y popular hacía trabajar más al pueblo.
La división de las
horas.
Durante los años de la Convención no sólo se libraba una
guerra de monárquicos contra republicanos, y de los ejércitos extranjeros
contra los de la Convención; también se daba otro tipo de conflictos internos,
como los protagonizados por los reformistas de la Gironda contra los radicales
de la Montaigne, o por los partidarios del 10 y el 100 como formas de dividir
el tiempo (con Laplace como adalid) y quienes querían mantener el 12 y del 60
(que tenían en Condorcet su campeón y máximo celador).
Los defensores a ultranza del sistema métrico decimal
defendían que el día se había de dividir en 10 horas, cada hora en cien minutos
y cada minuto en 100 segundos. Pero, claro, eso suponía que había de fundir
todos los relojes, sustituir los carillones de cada torre y campanario...
imposible.
Para llegar a un equilibrio entre los grupos enfrentados, se
llegó al acuerdo que las semanas se harían de 10 días, décadas, pero que los
días continuarían teniendo la antigua división en 2*12 horas, y las horas
sesenta minutos.
Todo este sistema de contabilizar el tiempo duró
hasta 1804, en que Napoleón, el nuevo emperador, decretó su abolición y la
vuelta al calendario gregoriano.
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