En fechas que coincidían con
nuestras navidades, celebraban los antiguos romanos unas fiestas bulliciosas. Estas
se celebraban durante algunos días, y todos se entregaban alegres, al contento
de banquetes y comilonas, a los cantos, las francachelas o los juegos de azar.
Todos los trabajos cesaban, se intercambiaban regalos y se gustaba holgazanear
siendo invitado en cualquier parte. Las calles iluminaban los más oscuros
atardeceres del año con fogatas y antorchas, luminarias que, como las luces
actuales, aunque nadie lo sepa y puedan parecernos tan municipales y
mercantilistas, eran las llamas que asistían al Sol en su muerte y lo animaban en
su resurrección.
Aquellas abundancias y
alegrías invernales revivían el gozo de una pretérita Edad de Oro. Los esclavos
vestían como señores, y estos tenían a bien servirles la mesa. Parecía
desaparecer ‘lo mío o tuyo’; tiempo perfecto, la rememorada Áurea Aetas había sido el reinado de
Saturno y estas, sus fiestas, las Saturnales, convertidas en nuestra Navidad en
el 345 por San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianceno. Nada hay, a veces, como
indagar en el calendario romano, para saber qué celebramos verdaderamente.
Antiquísimo dios itálico,
Saturno (que luego se asimilaría al griego Kronos), fue personaje de cariz
ambivalente. A pesar de que Hesíodo lo llama “de torcido consejo”, había sido
inventor para los hombres de la agricultura y del arte de edificar ciudades, es
decir un arquetipo de dios civilizador. Pero también era antropófago devorador
de sus hijos (como el tiempo que todo lo devora), adusto, melancólico señor de
frías y lejanas regiones, donde exigía a los bárbaros hirsutos, crueles
sacrificios con látigos y llamas.
Saturnalia - Antoine Callet |
Con una hoz de piedra
castró a su padre Urano, con una misma hoz, su hijo Zeus hizo sangrar sus genitales.
Expulsado de sus dominios, anciano a la vez feroz, bondadoso y venerable se
llega hasta las colinas del Lacio, donde el bifronte dios-rey Jano (Ianus, es decir Enero, que mira hacia un
lado y otro del año, el que acaba y el que empieza), lo acoge favorablemente,
permitiéndole reinar de nuevo, inaugurando entonces allí la mencionada Edad de
Oro, época perfecta en la que el hombre era como un pequeño dios terrenal, que
todo tenía y nada necesitaba.
Como se ve en algunos
grabados antiguos, como los que reproduce Panofsky en su tratado “Saturno y la
Melancolía”, este rey invernal, regente de los signos zodiacales Acuario y
Capricornio, opera una decisiva influencia en algunos caracteres humanos y
algunas otras ocupaciones. En uno de ellos, leemos: “Saturno en su carro tirado
por dragones... posee el Occidente y domina sobre los Magos, los sabios, las
minas y el plomo”. También cabría añadir que determina el proceso creativo de
algunos artistas que, imbuidos de un paradójico ‘furor melancólico’, han de
buscar el extrañamiento y locura saturnina, su soledad y rigor, para culminar
su obra.
Por lo que vemos hasta
ahora, nada hay que haga referencia al singular nacimiento de un niño judío. Si
buscamos un nacimiento milagroso tenemos que ir más hacía Oriente, a las
montañas de Persia. Allí, según celebraban sus numerosos fieles, un 25 de
Diciembre, nace Mithra, al que nos referíamos en días pasados como el dios
indoeuropeo que ya aparece en los cantos védicos formando una trinidad junto a
Indra y Varuna.
Nacimiento que tiene un
carácter cosmológico, pues nace Mithra y resucita el Sol, siendo por ello uno
de sus epítetos Sol Invictus. Como en
el caso de las Saturnales, también la incipiente iglesia cristiana se apoderó
del mito y la fecha. Todo cambia para que lo esencial permanezca.
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