Aunque
históricamente el clima no ha sido la única causa que ha provocado el declive o
la desaparición de una determinada cultura, imperio o civilización antigua,
siempre ha sido uno de los factores clave del asunto, sino el principal.
La cuna
de nuestra civilización occidental surgió hace unos 5.000 años en Mesopotamia,
y el clima fue decisivo tanto en el florecimiento de esas primeras ciudades y
antiguas culturas, los datos paleoclimáticos parecen confirmar que entre los
años 5.000 y 3.000 a. de C., y después de una nueva vuelta al frío y a las
grandes sequías, el clima volvió a templarse y a ser más húmedo,
caracterizándose por su benignidad, lo que habría permitido establecer
asentamientos permanentes en esas tierras fértiles, a caballo entre los ríos
Tigris y Éufrates. Allí se fundaron las primeras ciudades.
Paralelamente,
en las riberas del río Nilo se unifica el reino de Egipto, ya que confluyen
allí diferentes pueblos nómadas que se ven forzados a abandonar la parte
oriental del Sahara. Esto fue así debido a que esa zona empezó a convertirse en
un inhóspito desierto, tras unas prolongadas sequías (El Gran Árido), que
algunos climatólogos han relacionado con episodios de El Niño. En aquella
época, el resto del Sahara no era un desierto como en la actualidad. En el sur
de Argelia y en las regiones centrales saharianas había zonas boscosas y
abundaba el agua. Repartidos por el actual desierto, hay montones de
yacimientos arqueológicos donde aparecen, por ejemplo, pinturas rupestres que muestran
hipopótamos, lo que da fe del cambio de paisaje que ha experimentado la zona.
Ya Herodoto, hace 7.000 años, dejó constancia en sus escritos de la degradación
que estaba sufriendo el Sahara central. Parece claro, que la historia del
Antiguo Egipto no puede entenderse del todo bien sin tener en cuenta el factor
climático. El declive de la civilización egipcia coincidió en el tiempo con la
expansión del Imperio romano, que pudo llevarse a cabo gracias en buena parte a
las bondades del clima reinante.
A
principios de la era cristiana, bajo el mandato del emperador Augusto, el clima
que dominaba en el Mediterráneo era caluroso y más húmedo que el actual. En
líneas generales, se puede afirmar que los romanos pasaban algo más de calor
que nosotros ahora, lo que en parte queda justificado por la indumentaria que
llevaban, con ropas bastante ligeras. Aparte de veranos secos y calurosos, los
inviernos eran, en general, más suaves, y no sólo en la zona mediterránea, sino
en buena parte de Europa. De hecho, el cultivo de la vid se había extendido por
gran parte de Alemania e Inglaterra.
El
llamado Período Cálido Romano tocó techo hacia el año 400 d. C., y
ciertamente esa fecha marca el principio del fin del Imperio. Los inviernos se
fueron volviendo cada vez más rigurosos, especialmente en el norte de Europa,
lo que forzó a los pueblos bárbaros a desplazarse hacia el sur. Entre esto, las
malas cosechas y la presión de los bárbaros, el Imperio romano llegó a su fin,
dando paso a la Edad Media.
Las
bajas temperaturas con las que arrancó este vasto periodo de la historia no
perduraron durante todo él. Fue únicamente hasta el año 1000; es decir, durante
la Alta Edad Media, cuando gran parte de Europa tiritaba de frío, aunque
tampoco hay que pensar en un invierno permanente, sino en muchos años seguidos
en que los inviernos fueron muy rigurosos, con frecuentes olas de frío, siendo
el resto de las estaciones más secas que lluviosas. De todas formas, este
período frío no tuvo en toda Europa la misma duración. Mientras que en
Escandinavia el clima se fue suavizando hacia el año 700, en Centroeuropa la
transición del frío al calor se postergó hasta los tiempos de Carlomagno; es
decir, de mediados del siglo octavo a principios del noveno, mientras que en la
península Ibérica no fue hasta principios del siglo xi cuando se recuperaron
las temperaturas.
Hacia
el ya citado año 700, en latitudes altas del hemisferio norte se inicia un
período cálido bastante excepcional, que se prolongaría hasta el año 1200
aproximadamente y que en climatología recibe el nombre de Pequeño Óptimo
Climático o Medieval. En la actualidad hay un gran debate científico
sobre si en dicho período el calentamiento era de mayor o menor magnitud que el
que nos está tocando vivir. El apogeo de esa fase cálida ocurrió entre los años
1100 y 1300. Las altas temperaturas vinieron, además, acompañadas de generosas
precipitaciones siendo, aparte de caluroso, un período excepcionalmente húmedo.
Todo esto tuvo una notable incidencia en la producción agrícola y ganadera.
En
Europa, justo a mediados del siglo XIV, la sucesión de años frescos y húmedos,
con muy poca insolación, diezmaron las cosechas de cereales y vid y
favorecieron la rápida extensión de la Peste Negra. La transición del calor al
frío se caracterizó por ser un periodo extraordinariamente húmedo, que fue
dando paso a años cada vez más fríos, en lo que sería el inicio de la Pequeña
Edad de Hielo (peh), que se prolongaría hasta mediados del siglo XIX.
El
meteorólogo Inocencio Font Tullot, en su conocida «Historia del clima de
España», comenta que en España el clima no empezó a cambiar de manera notable
hasta bien entrado el siglo XVI, lo que no evitó la incidencia de la peste. En
España podemos fijar el arranque de la peh hacia el año 1500.
Aunque
la peh no es comparable, ni en duración ni en magnitud, a una glaciación, fue
lo suficientemente importante como para influir decisivamente en el desarrollo
de la civilización europea y de otras partes del mundo. La peh consistió, en
líneas generales, en la sucesión de 150 años casi ininterrumpidos con inviernos
largos y muy fríos y veranos cortos y frescos, aunque en dicho período el
cambio climático no fue global, ya que algunos indicadores apuntan a que en el
Hemisferio Sur de la Tierra apenas se notaron sus efectos. Tampoco podemos dar
una única fecha de inicio y de final de dicho periodo, ya que hay importantes
desfases temporales dependiendo de las regiones afectadas. No obstante, suele
considerarse el período de 1550 a 1700 como el más frío, iniciándose el enfriamiento
en algunos lugares a finales del siglo XIV, y prolongándose en otros hasta
mediados del XIX, con importantes altibajos a lo largo de esos casi cinco
siglos de historia. Entre 1565 y 1665 los paisajes invernales se convirtieron
en un motivo muy recurrente entre los pintores europeos (Pieter Brueghel El
Viejo es uno de los mejores ejemplos), lo que es una prueba clara del tipo de
tiempo dominante en aquella época.
Dos
fueron las causas principales que, presumiblemente, desencadenaron ese período
tan frío de la historia. La actividad solar fue una de ellas. Concretamente,
durante el periodo que va de 1645 a 1715, el sol tuvo un comportamiento muy
anómalo, con apenas manchas en su superficie, en lo que se ha dado en llamar el
Mínimo de Maunder. Dicho período coincidió con los años de temperaturas
más bajas de toda la peh, lo que no parece una mera casualidad. Por otro lado,
la actividad volcánica era bastante mayor que en la actualidad, emitiéndose a
la estratosfera enormes cantidades de partículas procedentes de erupciones
explosivas, como la del Tambora, en 1815, o la del volcán islandés Laki, en
1783, que le permitió a Benjamín Franklin (1706-1790) establecer por primera
vez una relación entre los volcanes y el clima.
Los
últimos coletazos de la peh coincidieron prácticamente en el tiempo con el
establecimiento de una red mundial de observatorios meteorológicos, hacia 1850.
A partir de esa fecha, los glaciares de los Alpes y de los Pirineos comenzaron
a perder masa neta, aunque no ha sido hasta estas últimas décadas cuando el
ritmo de fusión ha aumentado vertiginosamente.
El
período que va desde 1850 hasta nuestros días, cubierto en su totalidad por
registros de las variables climatológicas, si lo comparamos con otros de los
períodos históricos que se ha ido comentando, podemos considerarlo un período
cálido y benigno que, sin duda, ha contribuido al crecimiento económico y de
población más importante acontecido a lo largo de toda la historia de la
humanidad.
En todo
ese tiempo -162 años-, el clima no se ha comportado de forma uniforme, sino que
podemos distinguir tres grandes períodos. El primero de ellos sería el que va
desde 1880 hasta la década de 1940, caracterizado por una recuperación
continua, lenta y sostenida de las temperaturas. Dicha tendencia se quebró
entre las décadas de 1950 y 1970, para iniciarse en los años 80 del siglo XX
una nueva fase cálida, que es en la que nos encontramos en la actualidad, y que
los científicos relacionan con el cambio climático.
Puede
constatarse científicamente que desde mediados del siglo XX -coincidiendo con
el final de ese período frío que a algunos climatólogos de la época les llevo a
pensar en que nos dirigíamos hacia una nueva glaciación- ha aumentado la
variabilidad climática. ¿Esto qué quiere decir?, pues que el clima se ha ido
volviendo cada vez más extremo. Aunque los récords que más se baten últimamente
son los de calor, de vez en cuando nos encontramos con valores negativos de
temperatura nunca antes alcanzados en determinadas épocas del año. Con las lluvias
o con la falta de ellas pasa algo parecido y esto es algo que se observa en
todo el planeta; una tendencia general.
Extraído
del artículo: El Clima de la Tierra a lo largo de la historia, de J. M. Viñas
Rubio
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